
La tierra, el origen de la vida
POESÍA ·
Del libro 'Camino hacia la luz'POESÍA ·
Del libro 'Camino hacia la luz'DIEGO CABALLERO 'LEVITA'. Escritor, hijo y nieto de agricultores, y capataz agrícola.
Lunes, 28 de agosto 2023, 22:13
'No me resigno a aceptar el olvido del campo agrícola del pasado reciente.
Hombres fuertes, trabajadores fornidos, día tras día salían de casa antes del ser de día para cumplir con su misión.
De día y de noche tenían todos los sentidos puestos en la labor que iban a desempeñar o estaban desempeñando.
Como es natural, no solo pensaban en ellos, su primer pensamiento estaba en preparar alimento a la yunta y demás animales, y preparar el ato para la jornada que comenzaba.
Estos nobles animales (romos, mulos o mulas y burra) lo acompañaban casi todos los días del año.
Era tal la familiaridad que se tenían, que uno sin los otros era poco; como los otros sin el uno tan bien.
La yunta era la fuerza bruta, guiada por la inteligencia humana. La yunta, animales dóciles, obedecían las órdenes del amo.
Tú trabajas para mí; yo te alimento, te acaricio, me intereso por tu salud y te pongo las herraduras. No puedo hacer más por ti.
Qué tiempo tan duro, que días tan largos, que soledad tan poco agradecida.
Y qué respuesta tan incierta la que daba la climatología, el tiempo.
Cuando se había consumado todo el proceso de preparación del terreno: tierra mullida, con dos o tres aradas de vertedera, viene la siembra.
Échate el costal al hombro y recórrete la suerte de arriba abajo,tantas veces lo permita el ancho de la suerte.
Eso sí, procurando que el puñado de trigo que cogías, quedase bien repartido.
Sin prisa pero sin pausa; esto no termina aquí.
Coge la yunta y cubre la semilla con la tierra con prontitud, para que no se la coman los pájaros.
Y ahora, a esperar que el cielo riegue la tierra, el sol la caliente, y en unos pocos días comience la germinación.
Que alegría ver que no han sido inútiles las primeras fases del proceso.
La tierra regada una y otra vez, y el sol con su luz y calor, hacen verde a las plantas en su nacimiento. Comienza su ciclo vital.
Que alegría ver crecer el trigo, y qué desazón ver que entre las matas de trigo aparecen malas hierbas que pueden ralentizar y dificultar su crecimiento.
O se le pasa la máquina o tú y un jornalero dedicáis unos días a escardar los trigos ya nacidos.
Es milagroso, y hasta algo romanticón, que el sembrador esparza la semilla, se vaya a casa, y de manera asombrosa, el grano entre en un proceso de transformación y muerte, dando lugar a una plantita, que finalizado su crecimiento y desarrollo, nos va a dar ciento por uno.
Pero como todo tiene sus riesgos, la cizaña, planta absorbente y dañina, querrá apoderarse de todos los beneficios que recaigan en el trigo.
Si apartamos la literalidad de la cizaña, la vemos en todos los inconvenientes que surgen a lo largo de la sementera, a pesar de eso la planta de trigo crece y crece y aparece la espiga.
Los granos engordan, la espiga aumenta su tamaño. Y el cambio de color del verde al amarillo nos anuncia que la siega está próxima. El grano dará cien por uno, pero no las tienen todas consigo.
Cuando todo está llegando a su fin, la mente del sembrador se llena de nubarrones y de fuerte granizada.
No hay nubes, pero la imaginación ante una posible tragedia se desborda.
Esa es la vida del agricultor, en muchos aspectos fue soledad, trabajo, responsabilidad por la familia y por la yunta y la burra (pues se trataba de seres vivos).
Esa responsabilidad de superar los desafíos de la labor, cuando la familia era numerosa, empujaba a dar un impulso mayor en el orden alimenticio.
Por esta razón, más de un labrador se dejaba acompañar de una cabra, mataba un cochino, sembraba un melonar y creaba un apartado de huerta en alguna suerte cercana al pueblo.
Con plantación de tomateras, pimientos, berenjenas, ajos y cebollas. No podían faltar las lechugas, todos, cultivos propios de verano.
Productos criados de manera natural: sin fungicidas, herbicidas, insecticidas y que ayudaban al mantenimiento de la prole. Todo ello a costa de restar tiempo a las otras actividades básicas, y que no le quedara al pobre hombre unas horas de respiro.
Llega la siega con la hoz, se llevan unos segadores profesionales y aun cuando el sol se cae a cachos se sigue segando. El barril con agua fresca se mantiene cercano. Son personas curtidas que no manifiestan desánimo ni cansancio.
Y una vez, que con los haces se han hecho montones, se viene con el carro, un jornalero o el hijo del dueño, a cargar y llevar la mies a la era.
Después de haber hecho grandes montones, con los haces, en la era, se esparcen los haces en una parva redonda, y a trillar, con la yunta, la burra y el trillo, el que lo tenga.
La parva esta triturada finalmente, machacada y hecha polvo, que suerte que no ha llovido.
Se hace un montón en forma de pirámide alargada, y a esperar que venga el aire gallego, fresco y continuo.
En la era, con frecuencia, ya se reúnen el padre y los hijos con el agricultor o dueño, como más sufrido. El primero que se levanta y el último que se acuesta.
Que alegría que ya hemos limpiado, se llenan los costales, se cargan en el carro, y se llevan a casa.
Y ahora toca lo más divertido: subir los costales al doblao.
Los susodichos costales o los sacos llenos de trigo, no pesan mucho, entre setenta y cien kg.
Pero como digo al principio, los agricultores son fornidos, y el que no lo es tiene que buscar jornaleros para que lo suban.
En espera de que aumente el precio, pasado unos meses, se envasa de nuevo y se lleva a la comarcal.
Como todo tiene su fin también la era se ha terminado. Los días han ido pasando con otra misión, la de descansar un poco.
Y a juzgar por mis palabras da la impresión que el agricultor se ha ido de vacaciones, nada más lejos.
Es ahora, en la arada del rastrojo, cuando se vive la mayor de las soledades, yunta, burra y agricultor desde que sale el sol hasta que se pone, juntitos.
Besana arriba, besana abajo; detrás de las mulas, los romos o los mulos. Manteniendo, con la mirada al frente, la rectitud de la besana.
Si eres aficionado a cantar, en cada cantar le robas tres minutos al día; con pocos cantes le has robado una hora. Y así todo el día.
Cuando acabas con la arada de los rastrojos, recuerdas que te está esperando el olivar. Bien acuchillado para matar la hierba y que las aceitunas que se salgan de la manta no se oculten y se queden para los tordos.
Lo bonito es que el agricultor no se aburra, que vaya alternando labores y si se cansa de una que se vaya a otra. Mejor no cansarse hasta terminarla.
Aunque al ilustre poeta se le olvide la paja, al agricultor no se le olvida.
A poco de terminar la era se le instala al carro una red y a llevar la paja al pajar; que suele estar pegado a la cuadra de las bestias.
Se descarga en la puerta de casa y mediante sábanas sujetas al hombro se lleva la paja al interior del pajar.
En esta labor se da una curiosidad, que el tamo que nos cae por la espalda, por dentro de la camisa, pica soberanamente, y para no sufrir esta tortura durante todo el tiempo, se echa uno unos puñados de paja debajo de la camisa una sola vez, y los picores se han acabado.
Solo recién acabada la era hay unas horas al día de relax, que siempre se empleaban para tomar una gotita a medio día, bien en casa o en el bar, con un cachito de chorizo, salchichón o queso de aperitivo, en una mesita pequeña en la última nave. Y siempre, con la media jornada ya en el haber.
Esta ha sido la dura, solitaria y penosa vida del abnegado agricultor u hombre del campo.
Solo así, con esta austeridad extrema, y privándose de vacaciones, se podía sacar adelante a la familia; se podía comer y vestir; con pocas más pretensiones.
Hoy, gracias a Dios, el campo ha dado una vuelta de ciento ochenta grados, y en muchos aspectos, ha habido grandes mejoras.
Sigue siendo muy penoso el campo, y lo que antes no representaba un problema, pues con cuarenta fanegas de tierra vivía una familia, hoy se necesitan doscientas.
Se ha cambiado la yunta por el tractor y el olor a estiércol por el olor a humo del gasoil quemado.
Pero yo sigo pensando, que no debemos olvidar el esfuerzo de titanes, que hicieron estos hombres, nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos... durante siglos; y resaltar mediante homenajes y esculturas, para que siempre se les tenga presente en el pueblo que les vio nacer; que ese cariño que tenían a la naturaleza, y a su campo, fue un compromiso con ellos mismos para seguir la tradición de sus padres y abuelos.
Algo que llevaron a cabo sin rechistar y con mucho orgullo, aunque para ello tuvieran que sufrir penalidades, por el trabajo en sí y las inclemencias del tiempo.
Nunca peligró el abandono por el mucho amor a la tierra y a la tradición heredada'.
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