zacarías de la cruz escudero
Miércoles, 27 de septiembre 2017, 16:15
Fueron duros y difíciles los años de nuestra infancia. Los niños nacidos en la posguerra no acabábamos de entender el porqué de aquella vida tan rigurosa que llevábamos y, al mismo tiempo, tan normal para nosotros. A nuestro alrededor oíamos hablar de guerra -poco- sin saber en realidad lo que aquella palabra significaba. Jugábamos a guardias y ladrones, al marro, al palo y mocho, al aro o a correr la calle, leíamos el TBO, Roberto Alcázar y Pedrín y, lo poco que sabíamos de guerras, era lo que leíamos en el Guerrero del antifaz o en Hazañas bélicas. Las niñas, siempre más comedidas, tenían sus propios juegos y lecturas: jugaban al corro o rueda de la patata, saltaban a la comba o jugaban a las casitas y a la rayuela acompañadas siempre de sus muñecas y recortables.
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No todos los padres hablaban de la guerra delante de sus hijos y, cuando lo hacían, hablaban entre dientes o, simplemente, nos mandaban a jugar. Nosotros, como niños, preferíamos el juego y las películas de cine, con las que desahogábamos nuestra imaginación mientras nos comíamos la merendilla de un cacho de pan con chocolate arenoso, en tanto que otros lo hacían con una rebaná de manteca, o el consabido pan, aceite y azúcar. Los menos afortunados, por desgracia, nada.
En la década de los años cincuenta y siguientes, durante los meses de verano, poco antes de anochecer, comenzaban a oírse a toda potencia los altavoces de los cines. Fue ésta la época dorada del cine en general y, también, en Campanario. De tres cines disfrutábamos durante los meses veraniegos con gran competencia entre ellos. Todo el mundo iba al cine porque era la distracción reina del momento junto con el baile, o sentarse en los quioscos del Parque a tomar una gaseosa del bolindre, un refresco Dux o Nik, el pertinente vino de pitarra, o una zarzaparrilla. La cerveza comenzaba a abrirse camino por entonces, y la coca-cola aún no se comercializaba en el pueblo porque apenas si lo hacía en España.
Aquella noche jugábamos los amigos a la entrada del cine de Gálvez, -cine santa Ana- junto a la gasolinera, viendo el modo de colarnos y ver la peli de balde; pero allí, a la puerta de entrada, estaba firme, -recuerdo- Diego Blanco, el portero, que no nos quitaba el ojo de encima y como el miedo guarda la viña, no tuvimos más remedio que aguantarnos y jugar a las puertas del local. Dentro, Braulio, ultimaba los últimos retoques en la máquina de proyecciones para que no hubiese cortes. Por los altavoces sonaban las canciones de moda que se repetían machaconamente una y otra vez: Mirando al mar, Soy minero, Campanera, Doce cascabeles, Camino verde y todos los demás éxitos del momento. A la puerta del local, junto al puesto de los raspaos, una voz comenzó a sobresalir entre todas: ¡A perra gorda el trago! ¡A perra gorda el trago! ¡Agua de los Pocillos y de la Fuente del Resquicio!
Nos acercamos todos los niños a una, empujándonos unos a otros y, nos encontramos con que era un señor mayor del pueblo el que se desgañitaba anunciando su mercancía que tuvo gran éxito Ante nuestra extrañeza, porque nunca habíamos visto que un trago de agua se vendiera, vimos cómo los mozos cogían el porro y bebían de su agua fresca entregando su perra gorda y apostando a ver quién daba el trago más largo seguido y sin mojarse. A las mujeres casi les resultaba imposible y terminaban chupando el pitón. El dueño de la carga de agua tenía que medir los tiempos, porque si no, alguno de aquellos fornidos mocetones, fuertes como un roble, con su cigarro de Ideales en la boca y con boina sobre su poblada cabellera, se hubiera bebido a garlo toda el agua del porro de un solo trago, máxime si era por una apuesta.
Buena, muy buena debía ser la película de aquella noche que había congregado tanta gente, tanta que la carga de agua (cuatro cántaros) se agotó. Mientras, los altavoces no dejaban de airear con fuerza las canciones más populares del momento.
Eran tiempos de los primeros aparatos de radio en algunos hogares y, puede que, alguien, tuviera en su casa una nevera; pero lo corriente era refrescar las bebidas y alimentos metiéndolos en el pozo. Los frigoríficos, aunque ya estaban inventados aún no lucían, ni por asomo, en nuestras cocinas que lo más que alcanzaban a tener era una fresquera. Las hornillas eran de carbón y, también, había pajeras. La electricidad era muy pobre todavía, mortecina, débil, sin fuerza; por eso, en todas las casas había velas, candiles o quinqués para alumbrarse durante los apagones diarios.
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El alumbrado de las calles era más simbólico que efectivo, pues apenas podía verse y, encima, muchas de las bombillas estaban rotas fruto de nuestras pedradas infantiles. El coche correo bajaba la calle General Mola, antes Los Benítez, y ascendía renqueante la cuesta arriba desde el Puente hasta el Parque por la calle llamada entonces Queipo de Llano Todo era pobre, deficiente, sin fuerza, a excepción de los niños y jóvenes que empezábamos a encarar -quizá sin saberlo- un futuro de esperanza.
¡A perra gorda el trago! ¡A perra gorda!, repetía una y otra vez, perseverante, el aguador, con su cigarrillo de Ideales entre los labios, -¿o era un liao de petaca?- y así, en aquellas noches de calor sofocante de verano, a las puertas de un viejo cine, se ganaba aquel hombre, con imaginación, un pequeño jornal.
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Para los más jóvenes debo aclarar eso de la perra gorda. Era una moneda que equivalía a 10 céntimos de peseta que era la oficial. Circuló en España a partir del Decreto del 19 de octubre de 1868 hasta la llegada del euro. El nombre de perra le vino porque en su reverso había la figura de un león rampante sosteniendo el escudo de España; pero debía estar tan poco logrado el diseño, que el pueblo lo confundía con un perro, de ahí el nombre de perra que se le daba a la moneda. La de 10 céntimos fue llamada popularmente perra gorda y la de 5 céntimos perra chica, las de valores inferiores (de uno y dos céntimos) eran llamadas perrillas y, así, hasta las últimas monedas de céntimo acuñadas (1959) en los gobiernos de Franco, aunque éstas tenían otro diseño y material: ya no eran de cobre sino de aluminio, el león había desaparecido y, en su lugar, lucían la imagen de un jinete a caballo con casco y lanza, evocando antiguas monedas iberas acuñadas dos mil años atrás, pero el pueblo siguió llamándolas perra gorda y perra chica.
Todavía resuena en mi memoria la voz potente de aquel aguador con imaginación, pregonando su mercancía: ¡A perra gorda! ¡A perra gorda el trago! ¡Apaga tu sed con agüita fresca de la Fuente del Resquicio! y, mientras, los niños, mirábamos embelesados el chorro resplandeciente que calmaba la sed de aquellos jóvenes de rostro curtido, que tenían el privilegio de tener una perra gorda para poder beber a garlo un trago de agua, en un tiempo en el que cualquier persona te ofrecía gratis un vaso.
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