Pedro miguel ponce
Viernes, 19 de mayo 2017, 08:15
En un salón abarrotado de público, se celebró el 29 de abril la XLIX Noche Flamenca de Abril en Campanario, que organizaba la Peña Duende y Pureza-Pepe el Molinero, contando con la colaboración del ayuntamiento local.
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El formato baile-cante que últimamente viene siendo habitual en abril, había despertado una enorme expectación. A ello contribuía, lógicamente, el gran cartel programado para dicha velada.
La bailaora sevillana Pastora Galván presentaba en nuestro pueblo su espectáculo Pastora baila. Hija del bailaor José Galván y hermana de Israel Galván, nos mostró en el escenario una propuesta donde todo fluye de forma natural. Parece una reunión de amigos. Es un homenaje al baile de épocas pasadas, pero al que añade unas pinceladas totalmente actuales. Ella baila como le va pidiendo el cuerpo. No hay cánones ni academias, aunque sí mucho compás. Todo está perfectamente medido aunque no lo parezca.
Su baile es de vecindona, de fiesta familiar, donde se conjuga la sensualidad de su cuerpo con movimientos de caderas, desplantes con miradas que desafían y una fuerza arrolladora que quema en su conjunto y engancha desde el primer momento con el público. En el cuadro de atrás estuvieron un majestuoso David el Galli, moroneando toda la noche, y el hijo de Juan José Amador, que apunta muy alto. Todo ello con un director de orquesta extraordinario: El Perla.
Abrió la noche con unas tradicionales tonás: sentaito en mi petate.. Después pudimos gozar con una preciosa versión del famoso Canastera. De mucho nivel fue el mano a mano por malagueñas de los dos cantaores de patrás. No podía faltar el majestuoso baile por soleá . La alegría vino con unos tangos trianeros en lo que hasta el Perla cantó, igual que hizo en la fiesta fina por bulerías.
Sublime el homenaje a Triana cuando El Galli cantó De tu río en el cristal, cuántas veces me miréyo no tengo más tesoros ni caudal que el barrio que meció mi cuna. A muchos se nos apareció esa escena que ha quedado para la historia, con el gran Chano Lobato cantándole al baile de dos genios: Matilde Coral y Rafael El Negro.
Vino después el descanso en el que los asistentes comentan lo visto y oído, con corrillos donde cada uno defiende su postura y no siempre se está de acuerdo con el interlocutor. Para gustos, los colores.
Tras esa fuerza arrebatadora y ese terremoto llamado Pastora Galván, se inició la segunda parte con un cantaor que está llamado a hacer historia, pues no en vano se encuentra ya en el primer peldaño de la escalera flamenca. En plena madurez, el chiclanero Antonio Reyes está escribiendo en cada actuación con letras de oro, páginas antológicas en el libro del cante jondo.
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Su entrega fue absoluta, no se dejó ni un ápice de aire en su garganta. Incluso, y son muchas las veces que he escuchado a Antonio, es de las ocasiones en la que le he visto arriesgar al máximo, como un equilibrista sin red. Eso merece eterno agradecimiento.
En la puesta en escena no hubo concesiones a la galería. Abrió con martinetes. Siguió transitando por soníos negros y básicos con la siguiriya de Manuel Torre Siempre por los rincones. Las alegrías nos trajeron brisa suave de la caleta gaditana. En la soleá templó y mandó, para realizar después un estilo de cante, los tangos, que hace de una forma absolutamente personal, parando el tiempo y el compás, tan fáciles y agradables para escuchar como complicados para ejecutar. Continuó con una tanda de malagueñas. A continuación tuvimos el placer de escucharle un antológico ramillete de bulerías y terminar su gran noche con fandangos de distintos estilos, ante un público puesto en pie que no quería que aquello terminara.
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Capítulo aparte para el acompañamiento, con un Diego Amaya excelso, que sabe permanecer siempre en segundo plano, pero fundamental en el desarrollo de la noche. A pesar de su timidez y humildad, no pudo evitar el aplauso del público en varias falsetas llenas de rajo y jondura. Junto a él, J. Ramón Montoya y Tate Núñez en perfecta sincronía.
Antonio, pareciéndose a muchos, no se asemeja a nadie. Tiene por momentos ecos del gran Camarón, otras veces, su quejío es eco caracolero y otras, su voz dulce nos recuerda al Chiquetete de los mejores tiempos. Pero no imita a nadie y esa es su grandeza. Como decía el maestro don Juan Valderrama: hay que tener un sello, aunque sea de correos.
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Es Campanario el pueblo que puede medir mejor nadie la evolución de este gran cantaor desde que actuara en nuestra localidad en el año 2001. Ha ido creciendo a todos los niveles. Y ha ganado en algo que considero fundamental: comunicación con el público. Antonio transmite paz, calma y serenidad. Grabaciones suyas debieran figurar en las estanterías de las farmacias dedicadas a los medicamentos para combatir el tan traído y llevado estrés. Pócima, con algo importante: sin contraindicaciones.
Lo resumo en una estrofa que en su día tuve el placer de escribirle: «Dulce miel es su decir/ sus silencios son compás / muero yo después de oír / a Antonio Reyes cantar».
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