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Coches en la avenida de los Emigrantes de Campanario.
La conducta en la conducción

La conducta en la conducción

La pequeña burbuja que es el espacio de nuestro vehículo nos cambia el carácter: nos volvemos intransigentes y agresivos

ANTONIO MIRANDA TRENADO

Jueves, 9 de febrero 2017, 09:22

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Hace muchos años oí contar un chiste del que se decía que solamente suscitaba una sonrisa, nunca una carcajada. Se mostraba como paradigma del humor británico. Y con él se quería poner de manifiesto de manera irrisoriamente exagerada la excelencia inglesa referida a la educación, la circunspección, la urbanidad, etc. ¡Tal fama tenían los anglosajones en la práctica de estas aptitudes o capacidades! El chascarrillo de referencia, poco más o menos, venía a decir:

Se encuentran dos londinenses, al volante de sus respectivos autos, en el cruce sin señalizar de dos calles. (No tener en cuenta la modalidad inglesa de conducir por la izquierda). Ambos se detienen e inmediatamente el conductor que llega por la izquierda le hace un amable gesto con la mano al que llega por su derecha cediéndole el paso para dar cumplimiento a lo que mandan las normas de tráfico. Pero el de la derecha renuncia a su preferencia en honor a su cortesía y le devuelve el gesto acompañado de una exquisita sonrisa y una inclinación de cabeza. Insiste el primero y, al encontrarse con la misma respuesta, vuelve a repetir su ademán por tercera vez. Ante su sorpresa, observa que el segundo coge un periódico y comienza a mirarlo como dando a entender que no cruzará la calle hasta que no lo hiciera el que con tanta complacencia le estaba otorgando la prioridad. Entonces el primer conductor, para que no quedara su gentileza en entredicho, haciendo gala de la proverbial flema inglesa, baja de su vehículo y acercándose a la ventanilla del otro le dice educadamente a su chófer:

-¡Oiga!, le ruego que tenga la amabilidad de dejarme el periódico cuando termine de ojearlo.

Y, volviendo inmediatamente a su coche, se sentó en espera de que la petición se cumpliera.

Como podemos observar, el chiste cumple fielmente con su intención de poner en ridículo la actuación de estos dos señores que, para demostrar que su refinada urbanidad pasa por encima de cualquier cosa, caen en la extravagante incongruencia de no saber compatibilizar su esmerada educación con las reglas del tráfico rodado.

Me vino a la cabeza el chiste en cuestión a raíz de un suceso parecido al de la narración, aunque con efecto contrario, como decimos en el juego del billar, del que fui casualmente testigo:

Iba de peatón por una calle de nuestro pueblo y al llegar a un cruce accedieron también dos vehículos al mismo tiempo. Se detuvieron con la precaución que el caso requería y, sin que mediara señal de clase alguna entre sus conductores, arrancaron al instante simultáneamente. El frenazo brusco de ambos evitó el encontronazo. Inmediatamente, del interior de los coches empezaron a salir recriminaciones que poco a poco se iban percibiendo con más claridad a medida que aumentaba su volumen:

-¡Pero hombre! ¿Cómo arrancas así? ¡Por poco me das!

-¡O tú a mí! ¡A ver si miras lo que haces!

-¡El que tiene que mirar eres tú, que yo voy por mi derecha!

-¡Qué derecha ni que izquierda! ¿No ves que esta calle es más importante que esa?

-¡Qué dices de importante! ¿Dónde está la señal? ¡Anda, anda, que te habrán dado el carnet en una tómbola!

-¡Eso a ti, so !

Bajaron los dos de sus respectivos autos; aparecieron palabras más gruesas, rozando el insulto, y, por el cariz que tomaron las cosas, posiblemente hubieran llegado a las manos de no haber mediado la concurrencia que se había congregado atraída por la expectación que había provocado el incidente. ¡Y todo esto sin que los coches hubieran sufrido el más mínimo daño!

La simple comparación de las dos situaciones descritas las colocan en lugares diametralmente opuestos, pero ambas se pasan por exceso de lo que pudiera pretenderse de unas conductas que con la mayor naturalidad y sentido común hubieran conseguido resolver tan insignificante y ordinario suceso. De cualquier manera, es evidente a todas luces que esta última resulta más rechazable al hacer su aparición una violencia verbal, con riesgo de la física, de todo punto inadmisible y fuera de toda lógica. Conozco suficientemente a los protagonistas y les tengo por buenas y pacíficas personas y a diario lo demuestran sobre todo en sus respectivos y habituales ámbitos de relación familiar y vecinal. Precisamente por eso es por lo que se hace necesario plantear la cuestión: ¿por qué no se resuelven estas vicisitudes y otras semejantes con esas pretendidas respuestas de normalidad y sensatez? (Hay que tener en cuenta que nos estamos refiriendo a situaciones en las que no se producen daños personales ni materiales).

Mucho tiene que ver, sin duda, el cambio que se opera en nosotros cuando nos ponemos al volante de nuestro coche, aunque afortunadamente hay muchas personas que no lo acusan y solucionan estas situaciones con buenos modales y acertado juicio. Pero parece ser que -según estudios y estadísticas el problema afecta a infinidad de conductores- cuando penetramos en esa pequeña burbuja como es el espacio de nuestro vehículo, se altera nuestro carácter de tal manera que nos volvemos intransigentes y agresivos. La generosidad que podíamos mostrar para entender e incluso perdonar el error en el otro, como se suele hacer ordinariamente en otras circunstancias, desaparece de nuestro ánimo y, desde nuestra ofuscación y arrogancia, no nos damos cuenta de que ese mismo error u otros parecidos los hemos cometido nosotros en más de una ocasión, con lo que ponemos en evidencia que la salud de nuestra autoestima deja mucho que desear. Y así, el mayor le acusa al joven de irresponsabilidad e inexperiencia; el joven no ve en el mayor más que lentitud y torpeza de movimientos. La culpa es del otro; nuestro vehículo es nuestro territorio-fortaleza en donde soy intocable y me defiendo como sea. Yo conduzco fenomenal; ese no sabe conducir

En definitiva, aparecen conductas en las que están ausentes valores como la comprensión, la generosidad, la tolerancia, etc., que son principios básicos para nuestra vida de relación con los demás, aunque vayamos alojados en el trono de nuestro

coche. Por tanto no es éste un problema de velocidad, ni de máquinas; es un problema fundamentalmente humano que se personaliza en cada uno de nosotros y consecuentemente nos invita a una reflexión individual.

Campanario, como otros muchos pueblos cuya estructura urbana es de una gran complejidad porque alrededor de un núcleo central se ha ido formando una maraña informe de calles, callejuelas, plazoletas, recodos, pendientes, etc., ofrece dificultades para la conducción. Y más aún si le añadimos el considerable parque de automóviles que por él circulan. Y a pesar de que existen normas y señales que regulan el tráfico, que todos debemos conocer y respetar, hay veces que, por diversas circunstancias, se cometen errores y se tienen fallos.

Es ahí donde debemos poner a prueba nuestro comportamiento: si en vez de con un gesto de enfado, recibimos el error del otro con una comprensiva sonrisa; si en vez de pronunciar unas palabras malsonantes, le decimos: no te preocupes que no ha pasado nada; si en vez de reaccionar acelerando bruscamente, mascullando maldiciones y sin mirar al otro en actitud de desprecio, bajamos el cristal de la ventanilla y reconocemos sinceramente: ésto nos puede pasar a cualquiera, habremos dado una gran lección de convivencia y uno de los mejores ejemplos de conducir de nuestra vida.

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