

Como todos los veranos, llegadas estas fechas, nuestra madre María, ilusionada y nerviosa pensando en el viaje de Madrid a su pueblo, comentaba: ¿seré capaz de llegar como tantos años anteriores a mi casita? Preparaba el bolsito con sus gafas, llaves, libreta (ella apuntaba sus notas con fechas para recordar… «ya no veo bien el renglón», decía). Nos gustaba observarla con el primor y cuidado con el que se aseaba, igual que de niñas nos peinaba a nosotras las trenzas y nos planchaba los babis para ir a la escuela. También verla rezar sus oraciones por la mañana.
En nuestra juventud, cuando íbamos al pueblo para la Romería y la Feria, algo alocadas, al salir de casa, después de arreglarnos, dejábamos todo desordenado y al volver ella había colocado cada cosa en su sitio. Nos compraba lo que nos gustaba (dulces, quesos, embutidos…) para llevarlos a Madrid al regreso y todo se le hacía poco.
Desde que nuestro padre murió, al hacerse mayor, nos la llevamos a vivir con nosotras a Madrid. Todos los años, los meses de verano los pasaba en el pueblo disfrutando de sus familiares, amigos y conocidos que la visitaban, y pasaba buenos ratos recordando historias de su época porque tenía una memoria privilegiada.
Este año estaba todo dispuesto para venir a su pueblo como siempre y celebrar sus cercanos cien años que los cumplía el mes de diciembre. Pero María «Casimira» no pudo viajar en el coche de Pepe, su yerno, como solía hacer y al que preguntaba: «¿por dónde vamos ya?», sino en un coche con coronas de flores donde venía su cuerpo porque su alma estaba descansando en la gloria con su Virgen de Piedraescrita, como ella decía.
Llevaremos en el corazón las frases de condolencia de todos los que la conocían y apreciaban: «qué buena era tu madre», «qué amante de la familia», «qué cariñosa».
Descansa en paz, queridísima madre.
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