

Campanario es el pueblo de todos. El de quienes viven en él durante todo el año, pero también de aquellos que, desde la distancia, lo sienten como propio y regresan a él siempre que pueden, y más en este año tan atípico, en el que reencontrarse con la familia es un lujo.
Es el caso de la familia formada por Inés Galindo y Eduardo Sesé junto a sus cuatro hijos. Sobre todo cuando los niños eran más pequeños, esta familia no pasaba desapercibida cuando salía a pasear por Campanario. El carrito ocupado por trillizos delataba a esta familia convertida en numerosa casi de la noche a la mañana. Acaban de regresar a Lérida, donde viven, tras casi un mes en el que consideran su pueblo, aunque no hayan nacido en él.
La madre de Inés era campanariense pero se marchó a Lérida siendo joven. Esas raíces calaron hondo en Inés que, ya de novios, trajo a su pareja para mostrarle el pueblo, quien también se quedó prendado de la zona. Tanto es el apego por Campanario que ella, maestra de profesión, solicitó en una ocasión el traslado laboral al pueblo, aunque no pudo ser, finalmente.
«Me gusta la forma de vivir, la gente, el espacio natural, el sol y la familia que tengo aquí», cuenta esta campanariense de adopción. Ahora, disfrutan cada mes de julio junto a sus trillizos de diez años y otra hija de ocho. Y eso que ellos viven en el norte en un pequeño pueblo de unos 200 habitantes. Pero la casa grande, el patio con su piscina y los paseos y viajes por la zona de La Serena, hacen que vuelva cada verano, «aunque alguna vez me gustaría venir en Semana Santa o en la Romería, algo que hice solo una vez, cuando los trillizos tenían seis meses, pero llovió», recuerda.
Eso sí, el de este año está siendo algo diferente. Ella y su marido han notado el temor por el coronavirus en las calles, más solitarias de lo habitual. Muchos de nuestros amigos han preferido no reunirse o no hacer muchos planes», por temor que pueda haber algún contagio, confiesa.
Por otro lado, Eduardo descubrió Extremadura de la mano de su mujer, y solo tiene palabras bonitas para esta tierra. Junto a sus cuatro hijos, no perdona ir a pescar a La Laguna, hacer rutas corriendo o en bicicleta a Magacela, Cabeza del Buey o Castuera, y disfrutar de la naturaleza. «Observar las aves de la zona con un catalejo es un lujo», asegura, casi tanto como ir a coger cangrejos al río o darse un chapuzón en el Zújar, relata.
Pero su ritual al llegar al pueblo comienza con una visita a su peluquero, ríe este aragonés, e ir comer churros: «eso es algo sagrado, porque aquí están muy ricos», reconoce. Toda esa pasión por el pueblo se la transmiten a sus hijos, «que todavía siguen queriendo venir al pueblo, porque lo disfrutan mucho», explica este padre de familia, que mantiene muy buena relación con otros campanarienses afincados en Lérida. «Por eso tenemos siempre al pueblo cerca», reconoce.
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