Esquina que acogía la tienda de Casasola.

La ilusión en el puesto de Casasola

«La tienda de ultramarinos de Casasola era lo más parecido que teníamos en el pueblo a un bazar chino, aunque mucho más entrañable. Lo mismo comprabas esencia de limón para los mantecados que almidón para planchar los pañitos de los maceteros»

Rafaela cano

Miércoles, 23 de enero 2019, 13:41

La tienda de ultramarinos de Casasola era lo más parecido que teníamos en el pueblo a un bazar chino, aunque mucho más entrañable. Lo mismo podías ir a comprar esencia de limón para los mantecados, que almidón para planchar los pañitos de los maceteros; media bacalá que mantequilla de tres gustos. Todo a granel, todo envuelto en papel de estraza. Un cuarto de patitos de galleta María, un cuarterón de bonito en escabeche o media libra de chocolate. Medidas, hoy desaparecidas del comercio y de nuestro vocabulario, sustituidas por inútiles y contaminantes recipientes de plástico.

Y todo colocado en un perfecto orden en las grandes estanterías de madera de la pequeña tienda. En el suelo, las cajas redondas de sardinas prensadas se apretujaban junto a sacos de arpillera repletos de garbanzos o frijones.

Cuando entrabas, te inundaba una grata mezcolanza de olores difícil de definir sustituida también en nuestros hipermercados por ambientadores de exóticos olores a coco o lavanda.

Pero todo esto que formaba parte de nuestro vivir cotidiano se alteraba radicalmente en el mes de diciembre.

En cuanto pasaba el día de la Purísima Concepción, el puesto de Casasola se transformaba para nuestros infantiles ojos en una especie de cueva de Alí Babá en la que los tesoros colgaban del techo cual lámparas maravillosas que desbocaban nuestra imaginación: muñecas, triciclos, caballitos, escopetas, camiones…Pero no sólo del techo provenía la ilusión. De las estanterías desaparecían los comestibles, sustituidos ahora por cajas de puzles, juegos reunidos, estuches con cocinitas, con instrumental médico…Y sobre todo figuritas para el portal de Belén. Cientos de preciosas figuras hechas de barro y pintadas de colores se exponían en las vitrinas de cristal a la vista de nuestros ojos: Nacimientos, lavanderas con el lío de ropa en la cabeza, pastorcillos con corderos en los hombros, burritos con serones cargados de sandías, piaras de cerditos, rebaños de ovejas, Reyes Magos, palmeras; casitas hechas de corcho con los tejados nevados, chozos de juncia con el caramanchón y con el perrito en la puerta o grandes y vistosos castillos de Herodes con soldados lanceros custodiando la entrada.

Al atardecer, y cuando ya las luces del pueblo se habían encendido, nos acercábamos al puesto de ultramarinos y empujándonos lográbamos subir el escalón del pequeño escaparate situado en la ventana que daba a la calle de Los Benítez para contemplar de cerca ese mundo de figuras, animales y casitas, cuyo interior se encendía y se apagaba alternativamente, deseando que formaran parte de nuestro Portalito de Belén.

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A principios de enero el mundo de fantasía de las figuras de barro y corcho daba paso a otro, aún más ilusionante: el de los Reyes Magos.

Adosado a la puerta de la tienda aparecía un Rey Mago de cartón piedra con una rendija a modo de buzón dónde los crédulos párvulos depositábamos la carta para los Reyes Magos. No había entonces cartero real y las misivas llegaban directamente a Sus Majestades. Tampoco había aparecido nunca por el pueblo Papá Noel, encargado, sin duda, de llevar a los niños de otros países, y que entonces nos parecían lejanos, los regalos de Navidad.

Pero antes de escribir las ilusionantes cartas habríamos de pasar muchas horas mirando los juguetes expuestos y colgados en el techo. Poco importaba que luego esos mismos juguetes de Casasola fueran los que encontrábamos en nuestras casas traídos por los generosos Magos de Oriente. Nuestra imaginación infantil, nuestra ingenuidad, era capaz de transformar la realidad creando un mundo de fantasía incapaz de igualar nada ni nadie.

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Y así, un año tras otro, durante toda nuestra infancia, los hermanos Casasola nos traían la magia de la Navidad a través de unas pocas figurillas de barro y nos hacían vivir la ilusión con un simple dibujo de cartón piedra. No necesitábamos más. Nuestra imaginación suplía las costosas, y a veces, extravagantes, cabalgatas en las que los Magos de Oriente suelen visitarnos ahora. Entonces, llegaban de madrugada con sus magníficos camellos cargados de juguetes y recorrían el pueblo. Nunca los vimos, nunca nos tiraron caramelos, nunca pudimos contemplar sus rostros, ni sus trajes, ni sus tronos, ni sus camellos. No nos hacía falta. Los imaginábamos igual que las maravillosas figurillas de barro del puesto de Casasola.

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