

FERNANDO GALLEGO GALLARDO
Jueves, 20 de junio 2019, 19:47
En muchas ocasiones nos sentimos transportados al pasado de nuestra infancia y juventud. Y es ahí cuando se agolpan en la memoria hechos y acontecimientos de aquella pasada época, emotiva para unos, angustiosa para otros y de esperanza para la mayoría de nuestros ancestros. En memoria de éstos y para conocimiento para gran parte de las presentes y venideras generaciones, trato sencillamente de exponer la importancia que tuvo en un tiempo la explotación de minas de wolframio mejorando el nivel de vida en muchos lugares de España, incluyendo a Campanario, en aquellos años de bonanza económica debido a la extracción de éste, por entonces, apreciado mineral. El valor económico y el afán de explotación depende no solo de sus aplicaciones, sino también de las circunstancias políticas y sociales del momento.
El wolframio o tungsteno, de fórmula WO4 FeMn, es un elemento químico de número atómico 74 y de símbolo W. No se encuentra libre en la naturaleza, sino en forma de sales combinados con otros elementos, principalmente con la scheelita y la wolframita que son sus minerales más importantes. A este metal se le conoce popularmente con el nombre de wolfram o volfram. Es un metal escaso, de color gris acerado, muy denso y duro con el punto de fusión más elevado de la naturaleza. Se utiliza hoy en día en filamentos de las lámparas incandescentes y resistencias eléctricas, en electrodos de soldaduras, tubos de rayos X y de TV, instrumentos odontológicos, teléfonos móviles, perforadoras, martillos neumáticos, o para acorazar barcos y submarinos, etcétera..
Dada la importancia del wolfram en la industria bélica, los alemanes se interesaron por la opción de su explotación en España. Su apogeo como material cotizado empezó en la Primera Guerra Mundial, continuó en la Guerra Civil Española y se disparó a partir de la Segunda Guerra Mundial.
La Alemania nazi, a través del régimen de Franco, lo adquiría para la fabricación de la maquinaria de guerra, especialmente para blindar la punta de los proyectiles anti-tanque, revestimiento para cañones y coraza de los blindados. Puede decirse que el destino de Europa estaba en las minas. Los materiales que arrancaban los mineros de la tierra fue el elemento básico de las dos grandes guerras. En la Península Ibérica los mayores yacimientos se encuentran en Portugal, Galicia y Extremadura.
En Extremadura, especialmente en algunas localidades como Valle de La Serena (mina de San Nicolás), Castuera (Pico Lirio), Campanario (La Rosita), Tornavacas, Acebo, Almoharín, Santa Amalia y Don Benito (La Parrilla)... fueron los mineros que trabajaron en estas minas los principales protagonistas de amortiguar, al menos en algunos años, el hambre de numerosas familias en el pueblo de residencia.
En Campanario, la Mina de la Rosita comenzó a explotarse en 1917 coincidiendo con la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Y La Serena se convirtió en un punto estratégico.
En el comienzo de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se produjo una fuerte demanda de wolfram coincidiendo justamente con los años de la postguerra civil española. Nace la porfía entre los alemanes y los aliados (Inglaterra, Francia, URSS, EEUU y otros países) por la adquisición de este material. Si los alemanes lo pagaban bien, los aliados lo pagaban mejor para que no llegase a manos del III Reich. Hasta Alemania, Inglaterra o Francia viajaba el metal en bruto para ser trasformado. El wolfram sirvió para el bienestar de muchas personas, pero al mismo tiempo para la destrucción.
La mina de La Rosito, a unos 4 kilómetros de la población de Campanario en el lugar conocido como 'Cañada Honda', tomó fama por el número de mineros del pueblo que trabajaban en ella, unos cien. Llegando a alcanzar sus galerías y pozos la profundidad de sesenta metros en los años cincuenta del S. XX. Los mineros partían de sus hogares al amanecer para atravesar el quieto y silencioso pueblo y caminar a pie el sendero que en invierno se presentaba frío, helado y triste y llegar a la mina y penetrar en las oscuras galerías con la firme esperanza de encontrar un buen filón.
El trabajo en la mina comenzaba a las ocho de la mañana. Un breve descanso para comer, casi siempre sardinas prensadas con pan, y cumplidas las ocho horas de trabajo regreso al deseado hogar tras algo más de media hora de camino.
Los minerales extraídos con herramientas y explosivos de los filones o bolsas descubiertas se sacaban a la superficie mediante polea (garrucha o 'carrucha' en mi pueblo). Con una machacadera de mano se trituraba el mineral y se apartaba el wolfram en un pilón con agua.
Soportar durante años un trabajo bajo tierra en galerías o pozos debe generar una sensación de opresión y encarcelamiento muy poco deseable.
Si bien las minas ocuparon a una importante mano de obra, por el contrario suponía una peligrosa actividad al extraer el wolframio de las piedras de cuarzo, liberándose con ello arsénico, lo que deterioraba lentamente la salud de los mineros por la enfermedad de la silicosis, que afecta a los pulmones y al sistema respiratorio. Estas minas comenzaron su decadencia al final de la II Guerra Mundial, el conflicto que más muertes ha provocado.
El jornal de un minero era de 3,90 pesetas por día si no sacaba mineral. Si rebasaban esta cantidad por el valor del wolframio limpio, lo pagaban según el precio establecido. En el año 1941 el precio del wolfran estaba en 16 pesetas por kilogramo de metal, precio muy bajo. Según testimonios en las minas de 'La Rosita', en Campanario, y 'Pico Lirio', en Castuera, se pagaba a los obreros a razón de 50 pesetas el kilogramo de mineral proporcionándoles las herramientas y los explosivos. En 1942 se fijó un precio de tasa de 80 pesetas por kilo, mientras que el mineral destinado a la exportación se vendía a 180 pesetas/kilo. El precio en el mercado negro podría multiplicar por 20 su valor. El minero cobraba según pesara el mineral extraído.
Entre los años 1950 y 1955 el precio del wolfram volvió a subir con la Guerra de Corea. En la actualidad se emplea en teléfonos móviles, circuitos, coches, aviones y trenes.
Algunos de los mineros de Campanario supieron ahorrar del dinero recaudado por tan duro y expuesto, trabajo con lo cual adquirieron algunos bienes o emprender algunas actividades de interés lucrativo. Otros, en cambio, lo disfrutaron alegremente gastándolo con profusión en sus personas y en obsequiar a sus amigos en las tabernas del pueblo, la mayor parte de las veces que recibían la retribución semanal. De una forma o de otra, las minas fueron un atractivo de muchos obreros y bienestar de sus familias, con lo que la población de Campanario se mantuvo en algo más de los 9.000 habitantes en los años 1920 a 1950.
El contrabando también llegó al wolfram. A pesar de ser un artículo intervenido por el Estado, no era poco frecuente la extracción de mineral para su venta clandestina en pequeñas cantidades. El wolfran llegó a tener tal valor, que registraban a todos los trabajadores a la salida de la mina para evitar que se llevaran hasta la más mínima cantidad en forma de polvo.
En la entrevista mantenida con Antonio José Gallardo, me comentó que buscando piedras que contuvieran wolframio en las calles de Campanario, en aquel tiempo todas empedradas, extrajo una que contuvo un kilogramo de wolfram. Dicha calle lleva hoy el nombre de nuestro paisano e ilustre novelista y escritor don Antonio Reyes Huertas.
Estas explotaciones mineras cesaron en la década de los años 50-60 del pasado siglo. Algunos entendidos en esta materia apuntan que pueden quedar miles de toneladas de wolframio en La Serena y otros manifiestan que es posible la reapertura de yacimientos. Ahora se contempla el abandono, cubierto por el avance de la naturaleza.
La actividad generó frases famosas. En el número 23 de la revista 'Al Aire', Zacarías de la Cruz recoge la siguiente: «En una hora en la mina gano más que en todo el año». En aquella época también se escuchaba: «Va a dar más dinero que la mina La Rosita» u otra que el minero un le decía a su mujer: «Ponte contenta bonita, que te traigo mil pesetas de la mina La Rosita».
Tras la bonanza económica en aquellos años y una vez clausuradas las minas y el comienzo de la mecanización de las tareas agrícolas, se inició un acelerado descenso de la población en nuestro pueblo a lo largo de las décadas de los setenta y ochenta, manteniéndose el número de habitantes entre los 6.000 y poco más de habitantes de 1986 a 1995. A partir de este último año baja de forma paulatina el número de censados debido principalmente a la emigración de jóvenes, envejecimiento de la población y a la reducción de la natalidad.
BIBLIOGRAFÍA: Pablo González (La Voz de Galicia) y Centro de Investigaciones de Recursos y Consumos Energéticos (CIRCE)
NOTA DEL AUTOR:Mi agradecimiento a Antonio José Gallardo Trenado, de 93 años, que fue trabajador minero en 'La Rosita', 'Picolirio' y Mérida; y a Antonio Casco por la toma de fotos.
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