
No han pasado tantos años como diferencias hay entre el ayer cercano y el hoy presente. Cincuenta, cuarenta, treinta, son pocos… «Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…», como canta el tanguero verso en el Volver gardeliano. Si echamos la vista atrás, ¿cómo podíamos imaginar que Internet, Google, móviles e inteligencia artificial iban a cambiar tan drástica y rápidamente los métodos del trabajo, el ocio y las comunicaciones o suplantar al cerebro humano. Y cómo iban aparentemente a colocar tan lejos el tiempo que ahora tanto añoramos al vivir como estamos viviendo entre el recelo y la inseguridad constantes. Porque muchas veces, infinidad de veces, «volvemos a vivir» el pasado a través del recuerdo, con la ventaja de que, ¡oh, fortuna!, el recuerdo siempre matiza y suaviza la realidad si fue dura y si fue agradable la dulcifica aún más.
A los que tenemos la fortuna de estar militando todavía razonablemente activos en la llamada tercera edad, nos presenta la memoria una larga estela impregnada de imágenes, sonidos y sensaciones o vivencias que, gracias a esa facultad humana, podemos «reproducir». Y su evocación nos provoca, con las genuinas excepciones, sentimientos placenteros, derivados de las exigencias de nuestro propio egoísmo que, con toda naturalidad y sin apenas esfuerzo mental, tiende a huir de penas y sufrimientos. Y cuánto agradecemos que así sea porque a día de hoy nuestros modos de vida están siendo mediatizados por una criminal pandemia.
A todos los niveles, limita nuestras acciones hasta el extremo de permitirnos encaminarlas casi exclusivamente a la realización de los actos más estrictamente necesarios. Entre ellos, menos mal, los actos de relación con los demás. Porque sin desarrollar ese factor de relación el ser humano no solamente no progresa, sino que en su ausencia retrocedería a sus etapas más primitivas poniendo en riesgo hasta su propia existencia.
Nunca como ahora nos han interesado tanto o hemos estado tan atentos a las noticias o la información que transmiten los medios de comunicación, precisamente porque a través de ellos podemos seguir la evolución de la dichosa enfermedad. Y nos alegra y nos proporciona buena dosis de tranquilidad cuando oímos o leemos que España se encuentra entre los países menos afectados. Y más todavía si nos dicen que nuestro pueblo tiene contados casos o está libre de covid, porque en él es donde desarrollamos nuestra actividad, donde nos relacionamos, donde convivimos. Aunque, como dicen los expertos, ante esas buenas noticias no debemos bajar la guardia, pues la facilidad con que este mal se transmite nos aconseja tener activadas todas las cautelas.
Es cierto que, en general y poco a poco, aunque con intermitentes y mutantes oscilaciones, vamos a mejor debido principalmente a las vacunas y a la responsabilidad y cuidados que la inmensa mayoría ponemos para evitar la propagación o los contagios. Pero no es menos cierto que desde que superamos aquella temible, sombría y desagradable etapa del confinamiento, brevemente suavizada a diario, en vespertino musical, con el canto coral del 'Resistiré', no hemos recuperado ni mucho menos la normalidad. Esa que en la práctica y oficialmente perdimos a base de real decreto aquel infausto 14 de marzo del pasado año.
Desde entonces vivimos una relación humana debilitada; gozamos de una convivencia empobrecida. Y es a partir de aquí, de esta lamentable realidad, donde entran en juego los recuerdos del tiempo pasado, que fue mejor sin lugar a dudas, como si con ellos quisiéramos acometer la hazaña imposible de rellenar ese vacío que ya va resultando excesivamente dilatado.
Celebraciones
Como el que no quiere la cosa y sin apenas apreciarlo en toda su dimensión e importancia hemos dejado de vivir, celebrar o festejar dos Semana Santa, dos Romerías, dos Casetas, dos Ferias de Abril, otras tantas de Agosto y una Navidad. (Y mucho nos tememos –ojalá nos confundamos- que la que nos llegará dentro de unos días sea una Navidad atípica; como diría el clásico popular: sin todos sus menesteres.). Sólo comenzando con las fiestas mayores que son más multitudinarias y como consecuencia llevamos a cabo una relación, una convivencia más extensa e intensa. Esas festividades ya pasaron, ya se fueron. Únicamente se vieron participadas por el silencio de nuestros deseos vencidos por la inquietud y la sospecha y han quedado como renglones en blanco en la historia del pueblo y de nuestra vida.
Podemos continuar con las celebraciones familiares, bautizos, comuniones, bodas, etc., que en gran número se han visto obligadas a reducir asistencias o cambios de fecha y lugar. Y lo que es peor: que el temor al contagio, que ya lo tenemos interiorizado y nos acompaña influyendo en nuestro diario actuar, impide que estos actos se desarrollen con todos sus pormenores y esplendor y hace que aparezca mermado el componente de la alegría natural y espontánea que tan propia y necesaria resulta en estos eventos. (Permítaseme la ironía: es el peso de la mascarilla).
Decisivamente, vida y salud son conceptos que no deberían poder desligarse nunca, porque juntos nos proporcionan la capacidad y el conjunto de condiciones que contribuyen a hacer agradable y valiosa la misma vida, la buena calidad de vida, que tanto se dice. Son por tanto el primer bien y más preciado de las personas y debemos hacer todo lo que nos exija conservarlo. Pero en los dominios de este bien entra de forma determinante el elemento de la convivencia porque el ser humano aisladamente considerado no puede alcanzarlo ni disfrutarlo. Necesita para ello convivir con los demás.
Por eso la palabra convivencia es clave en estos tiempos ya que su práctica se ve gravemente afectada en cualquier ámbito: familiar, escolar, ciudadano, etc. Y es importante considerarlo en su justa medida pues a través de ella se transmiten los conocimientos y valores que dan base y sustento a una sociedad más próspera y desarrollada. Pero, a decir verdad, debemos reconocer que las circunstancias que se dan actualmente dificultan en buena medida que los procesos pertinentes puedan realizarse en las condiciones idóneas.
Ciertamente, las instituciones públicas a todos los niveles, en cumplimiento del mandato constitucional, están llevando a cabo, unos con más éxito, otros con menos, una serie de medidas encaminadas a erradicar la pandemia y paliar sus efectos. Nuestra mejor manera de agradecerlo es prestar nuestra colaboración con el solidario afán de acabar cuanto antes con esta situación. A todos nos interesa.
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